A finales de 2017, el historiador Walter Russell Mead, célebre por sus escritos sobre las diferentes escuelas de pensamiento en la política exterior de Estados Unidos, recibió una llamada de Steve Bannon, por entonces todavía estratega jefe de la Casa Blanca y asesor de Donald Trump. Bannon quería decirle a Mead que conocían bien su trabajo y que sus libros eran la razón de una de las decisiones más visuales de Trump: colgar en el Despacho Oval el retrato del ex presidente Andrew Jackson.
Para comprender a Trump hay que conocer a Jackson (1767-1845). Y para entenderlos a ambos hay que leer a Mead, que si bien no comulga con sus ideas, en el primer mandato se convirtió en la referencia del universo republicano. Evidentemente, ambos presidentes no son lo mismo, pero el jacksonianismo, sostiene el historiador, es lo más parecido a un precedente para explicar el populismo, la atracción por alguien considerado un outsider, la hostilidad hacia el libre comercio, el rechazo y desprecio a alianzas y aliados internacionales, el desdén de las bases hacia las élites, el recelo hacia los enredos en el exterior y la obsesión de Trump con el poder y la soberanía estadounidenses. El Make America Great Again.
Pero además de todo ello, que define el núcleo puro del trumpismo, hay un elemento que empezó a conformarse hace ocho años y que ha vuelto a resucitar con fuerza en este primer mes de vuelta al Despacho Oval: la división de poderes, el choque frontal con los jueces y el germen de una gran crisis constitucional. Al igual que Trump, Jackson era impetuoso, desconcertante, tenía mal genio y estaba constantemente a la defensiva, pensando que el mundo estaba en su contra y que las élites gobernantes lo menospreciaban. Ambos se apoyaron en asesores más que controvertidos y fueron acusados de ser matones y flirtear con la tiranía. E incluso los dos denunciaron que les habían robado o amañado las elecciones, uno en 2020 y el otro en 1824, cuando sacó más votos que sus rivales, pero no una mayoría, por lo que la decisión sobre quién sería presidente recayó en la Cámara de Representantes. Y el que maniobró a favor de John Quincy Adams, el escogido, acabó siendo su secretario de Estado.
Pero quizás la similitud que más resuena estos días tiene que ver con la Justicia. Jackson ignoró la ley y la Constitución argumentando que era necesario porque la nación estaba amenazada, y desafío incluso una decisión del Tribunal Supremo sobre la expulsión de los indio cherokee sosteniendo que su autoridad personal para determinar lo que era constitucional era igual de vacía que la de la Alta Corte. "John Marshall ha tomado su decisión, ahora que la haga cumplir", dijo el presidente sobre el chief de la corte, según un testimonio de la época. Un desafío abierto. ¿Suena familiar?
La gran diferencia es que Jackson, que había sido magistrado, criticó a Marshall en términos constitucionales, no políticos, y en última instancia exigió que el Congreso y los estados reconocieran la autoridad de la Corte Suprema para interpretar la Constitución, en lugar de amenazar con ignorarla. Porque entendía el peligro y las consecuencias de un desafío frontal para una nación en formación.
En su primer mandato, Trump chocó con los tribunales por la prohibición temporal de entrada de refugiados o las prácticas de separación de familias. Pero es ahora cuando el enfrentamiento está siendo brutal. En forma y fondo.
Guerra a los jueces
"Ningún juez debería poder tomar ese tipo de decisiones. Es una vergüenza", ha dicho ante la cascada de decisiones que magistrados de todos los colores, muchos de ellos nombrados por presidentes republicanos o por él mismo, han adoptado para frenar sus medidas más polémicas. Como intentar privar de ciudadanía a hijos de inmigrantes sin papeles, contra lo que dice la Constitución, despidos masivos, recortes, congelación de fondos, políticas de igualdad, discriminaciones, etc.
Los tribunales se han convertido en el único freno a la apisonadora del Ejecutivo y a la maquinaria irregular liderada por Elon Musk. Y ni el presidente, ni el hombre más rico del mundo lo están llevado bien. Musk ha publicado decenas de tuits pidiendo que los jueces sean sometidos a impeachments, juicios del Congreso, o despedidos. Incluso ha difundido el mensaje del salvadoreño Nayib Bukele, explicando cómo su Gobierno se libró del control judicial por la fuerza. "¿Qué sentido tiene celebrar elecciones democráticas si 'jueces' activistas no electos pueden pasar por encima de la clara voluntad del pueblo? ¡Eso no es democracia en absoluto!", escribió en su cuenta clamando por los despidos.
Todo forma parte de la frustración por las decisiones concretas, pero también de algo más profundo. Trump siempre lleva la cuerda al límite de tensión, como cuando juega con la idea de intentar ser presidente de nuevo en 2028, a pesar de que la Constitución impone un límite de mandatos. "Si un juez intentara decirle a un general cómo llevar a cabo una operación militar, eso sería ilegal. Si un juez intentara ordenar al fiscal general cómo utilizar su discreción como fiscal, eso también es ilegal. A los jueces no se les permite controlar el poder legítimo del ejecutivo", ha protestado J.D. Vance. El vicepresidente, por cierto, citó en 2021 a Andrew Jackson anticipando lo que iba a suceder si Trump volvía al poder. "Cuando los tribunales -porque te llevarán a los tribunales- te frenen, preséntate ante el país como lo hizo Andrew Jackson y di: 'El presidente del Tribunal Supremo ha dictado su sentencia. Ahora que la haga cumplir'".
Exactamente eso está haciendo su jefe, con el apoyo de su equipo de senadores y congresistas republicanos, del Departamento de Justicia, pero también de un grupo de pensadores y académicos que están revolucionado la teoría constitucional y la visión sobre la separación de poder. El 19 de febrero, tras firmar una orden ejecutiva sobre la contaminación, Trump publicó un mensaje en las redes auto felicitándose con una expresión singular: "¡Larga vida al rey!", publicado una foto de él con cetro y corona. Ese mismo día, firmó otra orden en la que establecía que "el presidente y el fiscal general, sujetos a la supervisión y control del presidente, brindarán interpretaciones autorizadas de la ley para el poder ejecutivo. Las opiniones del presidente y del Fiscal sobre cuestiones de derecho son determinantes para todos los empleados en el desempeño de sus funciones oficiales. Ningún empleado del poder ejecutivo puede proponer una interpretación de la ley como la posición de los Estados Unidos que contravenga la opinión del Presidente sobre una cuestión de derecho", decía el documento.
"Quien salva a su país no viola ninguna ley"
Hay mucho más. Unos días antes, el 14 de febrero, y parafraseando a Napoleón publicó una frase resume su desafío a los límites legales y constitucionales de la nación mientras aplica la mayor purga de la Historia: "Quien salva a su país no viola ninguna ley". En 1977, Richard Nixon dejó una cita histórica en una entrevista célebre con el periodista David Frost. A la pregunta de si existían ciertas situaciones en las que el presidente podía hacer algo ilegal si considerara que iba en el interés de la nación, Nixon respondió: "Bueno, cuando el presidente lo hace... eso significa que no es ilegal". Aquello provocó un escándalo mayúsculo en medio de una crisis que acabó con el presidente. Ahora, cuando además el Tribunal Supremo se ha alineado parcialmente con esa tesis, sosteniendo que un presidente tiene inmunidad total para sus actos oficiales, ya apenas llama la atención.
El equipo de Trump se ha volcado en la versión más radical de la llamada teoría del ejecutivo unitario, una corriente que aboga por leer e interpretar la Constitución de tal forma que limita la capacidad del Congreso de poner trabas a la voluntad del presidente. "Trump no puede violar la Constitución porque es la encarnación viviente de la Constitución estadounidense", ha dicho el activista Jack Posobiec, y lo que es más importante, han difundido después altos cargos del departamento de Justicia. "Somos los abogados de Trump y estamos orgullosos de luchar para proteger su liderazgo", ha escrito sin rubor el fiscal general del Distrito de Columbia, donde está la capital.
Russell Vought, el responsable de la oficina de presupuestos de la Casa Blanca, es una de las figuras menos conocidas de la Administración, pero también una de las más importantes. Un ideólogo del llamado Project 2025, la auténtica hoja de ruta de la revolución conservadora que está intentando transformar el país y la sociedad estadounidense. En 2022, Vought dejó claro el marco en el que se iban a mover: "Nos encontramos en un momento posconstitucional en nuestro país. Nuestras instituciones, concepciones y prácticas constitucionales se han transformado, a lo largo de décadas, alejándose de las palabras escritas en el papel para convertirse en un nuevo ordenamiento -un nuevo régimen, si se quiere- que sólo rinde homenaje de palabra a la antigua Constitución", afirmó reclamando una vuelta a los orígenes.
"El presidente estadounidense se parece más a un emperador romano de lo que muchos quisieran admitir y ese hecho está legitimado por sistema legal estadounidense", ha escrito Adrian Vermeule, un profesor de Derecho de Harvard admirado por Vance y los sectores más conservadores y rostro visible de esa corriente interpretativa sobre el poder necesario del Ejecutivo. La ley, escribió Vermeule en 2022, "es en gran medida lo que el presidente y las agencias dicen que es", citando los tiempos de Augusto como mal o bien necesario frente al "Gobierno corrupto de la clase senatorial", que sólo servía "al interés propio de una élite depredadora", añadió quien se ha convertido en una figura activa y activista, en redes sociales, un influyente blog y ensayos en prensa.
"Proteger el gobierno, no la libertad"
Su tesis es que el originalismo, que interpreta la Constitución al pie de la letra y se convirtió en la filosofía constitucional dominante, ya no es útil para el conservadurismo. En cambio aboga por lo que llama constitucionalismo del bien común. "Su objetivo principal no es, desde luego, maximizar la autonomía individual ni minimizar el abuso de poder (un objetivo incoherente en todo caso), sino garantizar que el gobernante tenga el poder necesario para gobernar bien. Un corolario es que actuar fuera o en contra de las normas inherentes del buen gobierno es actuar tiránicamente, perdiendo el derecho a gobernar, pero el objetivo central del orden constitucional es promover el buen gobierno, no 'proteger la libertad' como un fin en sí mismo".
Los defensores de Trump citan a menudo el caso de Abraham Lincoln, el presidente más reverenciado, quien, en medio de una guerra civil y chocando con el Congreso, también pronunció unas palabras que todo estudiante de Derecho aprende: "¿Deben todas las leyes, menos una, quedar sin ejecutar y el propio Gobierno desmoronarse, para que esa no sea violada?". Lincoln también sostuvo que algunas de sus decisiones, que incluían suspender derechos o exiliar a rivales, "fueran estrictamente legales o no", habían sido necesarias. El Congreso le acabó dando el visto bueno, como hace el actual, de mayoría republicana, con Trump.
Los ejemplos históricos citados son importantes en un país que venera la tradición y la jurisprudencia, pero fueron aislados. Los tribunales, hoy, están frenando o ralentizando las medidas de Trump argumentando que son ultra vires, que van más allá de sus poderes y competencias. Lo que quieren Vance y los académicos conservadores es, sin embargo, que se convierta en la norma. Y confían en que el Tribunal Supremo, que estará en el ojo del huracán en los próximos meses, mantenga la línea que ha seguido bajo la actual mayoría conservadora y acabe dándoles la razón, incluso en los casos aparentemente imposibles, como el de los derechos de los nacidos en territorio americano, y no sólo en los de libertad de despido.
"La verdadera crisis constitucional está teniendo lugar dentro de nuestro poder judicial, donde los jueces de los tribunales de distrito en distritos liberales de todo el país están abusando de su poder para bloquear unilateralmente la autoridad ejecutiva básica del presidente Trump. Creemos que estos jueces están actuando como activistas en vez de árbitros honestos de la ley", asegura la Casa Blanca.
En 2010, un congresista de Indiana escribió que "aunque los poderes del cargo se han ampliado, junto con los del poder legislativo y judicial, el marco del gobierno tenía por objeto restringir los abusos comunes a los imperios clásicos y a las monarquías del siglo XVIII. Sin una debida adhesión al papel contemplado en la Constitución para la presidencia, los controles y contrapesos del plan constitucional se debilitan (…) la clase política ha avanzado furiosamente en una expansión ebria de poderes y prerrogativas, suponiendo erróneamente que ejercer el poder es, por defecto, hacer el bien. Incluso el más simple de nosotros sabe que esto no es así. El poder es un instrumento de consecuencias fatales, que escapa a las buenas intenciones con la misma facilidad con que el aire fluye a través de una malla (...) La república es una cuestión de limitaciones, y con razón, porque somos mortales y nuestras acciones son imperfectas. El presidente no es nuestro maestro, nuestro tutor, nuestro guía o gobernante. Él no nos da órdenes; nosotros le las damos a él. No le servimos ni a él ni a su visión. No es su trabajo ni su prerrogativa quitarles a otros el poder de decisión y dárselo a él y a los acólitos que él elija".
Ese congresista se llama Mike Pence. Seis años después, se convirtió en el primer vicepresidente de Donald Trump y estos días ha resucitado su ensayo junto a una elocuente cita de George Washington: "La Constitución es mi guía y nunca la abandonaré".